Crítica de Para que imagines de Nicolás Pacheco por Elena Marqués 13 septiembre 2019 – Publicado en: Sin categoría

Decir que la vida es un viaje no es nada novedoso. A los lectores españoles la peregrinatio vitae nos remonta a Gonzalo de Berceo y, cómo no, a Jorge Manrique, con sus célebres versos «este mundo es el camino / para el otro, que es morada / sin pesar». En ambos casos se nos avisa de que solo estamos de paso («cuanto aquí vevimos, en ageno moramos», recuerda el monje riojano) y se nos anuncia con claridad el punto de llegada, el destino final de tan trabajosa andadura («la nuestra romería estonz la acabamos / cuando a Paraíso las almas enviamos»).

Literariamente podemos pensar que es un tema más que explotado, agotado, centro de muchísimas obras, desde los poemas homéricos a través del Mediterráneo, pasando por el recorrido de Dante entre los círculos infernales hasta el célebre paseo, el 16 de junio de 1904, de Leopold Bloom, todo Dublín bajo sus pies. A esos míticos recorridos se añade esa literatura de viajes que tanta fuerza cobra en el siglo XVIII y que sigue dando frutos, concebida más bien en su función formadora del individuo y/o por mera ansia de conocimiento (al «viaje de aprendizaje» remite la cita de Tavares que antecede al texto), que no es tampoco poca cosa, pero que no deja de apuntar a un topos bien manido.

Debo confesar, sin embargo, que el itinerario trazado en Para que me imagines por el joven escritor Nicolás Pacheco me ha concedido unos momentos de lectura tan placenteros como fructíferos, y mucho ha tenido que ver su original planteamiento dialógico y lírico.

Ya en la nota preliminar el autor advierte de su intención de volcar en estas páginas viajeras «experiencias literarias alegres y tranquilas. Aunque —avisa— todas dejan sus señales». Y son esas señales infligidas por las cinco ciudades cuyos perfiles apenas se esbozan (Bogotá, Berlín, Bruselas, Bucarest y Buenos Aires) sobre las que Pacheco, con lenguaje sencillo, pulcra elegancia y un estilo que trasluce su destino poético, traza estos fragmentos, fijándose, como Robert Walser, famoso paseante que también campa entre los paratextos del libro, en «lo más humilde y más pequeño». El propio autor nos confiesa algo más adelante el procedimiento que va a seguir: «viajo hacia fuera de mí para terminar en el centro, en el nudo de las cosas que a todos nos tocan». Un descubrimiento del otro desde el periplo interior de la mirada reflexiva.

Porque Nicolás Pacheco, que aprendió a enfocar la realidad con los ojos de un director de cine, lector de esos relatos y esos versos que han retratado, descifrado y comprendido los lugares que está recorriendo con nosotros, invocados continuamente por su deseo de que lo imaginemos (lo que nos sumerge en un viaje más profundo por quimérico), sabe en estas páginas renunciar a la razón para abandonarse a la sensibilidad y escuchar el verdadero lenguaje de los espacios.

Así, pertrechado de buenas dosis de humildad, se detiene en inmigrantes (¿qué mejor representación del homo viator?) que deben cambiar de nombre al entrar en una Europa frágil que les da la bienvenida, en vendedores ambulantes (el subrayado es mío) que deciden pararse a librar sus batallas jugando vespertinas partidas de ajedrez, en transexuales con denominaciones virginales que han de enfrentarse tristemente a «la moral colombiana y el horror del campo»; se demora en barrios derribados o en guetos en el corazón de Flandes donde descubre la negra esencia de las ciudades; en paisajes de ventanas que aún guardan «la oportunidad del encuentro y la posibilidad del amor».

Porque es, sobre todo, el olvidado lugar de los afectos «analógicos» («Bucarest huele al pueblo de mi infancia; a gallinas de corral y leche recién ordeñada»), de la incomunicación y los silencios, el que asalta a cada instante al escritor (y, como se ha dicho, por sus continuas llamadas de atención a la imaginación del lector, a nosotros mismos); la necesidad de purificarse de esas máscaras que nos calamos (pues su trabajo no deja de ser eso, «como la vida que se levanta en los platós de cine donde algunos, unos pocos, jugamos a construir engaños») y de enfrentar el presente y la limpia libertad para extenderla a un futuro verdaderamente humano, simple y desnudo («la narrativa del cuerpo libre»), que rehúya el consumismo y se duela de la destrucción de la naturaleza.

Javier Tolentino se pregunta en el prólogo por qué Nicolás Pacheco ha escogido estas cinco ciudades. Quizás la elección haya sido fortuita. Tampoco es algo que nos debiera quitar el sueño. En el fondo, parece decirnos el autor, todas las ciudades se resumen en un no-lugar donde perderse y encontrarse, en un soledad compartida y única, en una pregunta sin resolver que nada tiene que ver con los claros itinerarios medievales: «¿Entonces a qué venimos?». Posiblemente, como también recuerda Tolentino al borde de estas páginas, venimos al viaje. Y eso tendría que bastarnos. En este caso, además, un viaje por la belleza: la única moral que nos queda.

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